martes, 9 de octubre de 2012

LEYENDA DE LA COSTA DE LA MUERTE



LA  LEYENDA
DE LA
 COSTA DE LA MUERTE 




Hay quien cruza el bosque y solo ve leña para el fuego



LEO NIKOLAEVICH


     Tal vez sea este, de entre todos los recuerdos de mi infancia allá en la aldea, el que con mayor secreto he guardado. Aquella noche de San Juan lloré amargamente y creo que fue en aquel momento cuando perdí definitivamente la ingenuidad, desde aquel día sé que no todos en el pueblo éramos personas honestas, vivían entre nosotros gentes indignas, merecedoras del más cruel de los desprecios, gentes de las que aún hoy me avergüenzo de haberlas conocido.


     Aún recuerdo el nombre de aquella mujer de grandes ojos saltones y gestos sutiles. Todos en el pueblo la llamaban Marina. Yo siempre había pensado que era viuda, hasta que un buen día mi abuela Mama Sofía me confesó estaba separada, su marido era un hombre pendenciero y jugador y que hacía muchos años, un mal día, inesperadamente les había abandonado a ella y a sus dos hijos, sin que jamás se supiera nada sobre su nuevo paradero.


     Marina era una mujer cariñosa y muy besucona, siempre tenía en su boca palabras de consuelo para gratificar a sus vecinos; se dedicaba por entero a sus hijos, era una persona muy querida en la aldea y nunca nadie  murmuró de ella. Tampoco ella comadreaba jamás de nadie.


     Recuerdo con nostalgia su voz profunda. Fue ella quién me inició en la lectura. Era una de las mujeres más pobres de la aldea, pero, por contra, era una de las más cultas. Algunas tardes ante la casa de mi abuela, ella nos leía novelas en voz alta a un grupo de vecinos. Nos sentábamos todos en circulo a la puerta de la vivienda y ella, puesta en pie, caminando pausadamente de un lado a otro, iba leyéndonos durante horas historias amor y aventuras.


     Aquellas novelas alimentaron mi imaginación infantil, presentando ante mis ojos un mundo nuevo y desconocido. A través de las lecturas de Marina me familiaricé con el universo que se escondía tras las montañas de la aldea y allende de los mares de nuestra costa. Entre todas aquellas novelas recuerdo con nostalgia la del Conde de Montecristo, creo que de un modo extraño asociaba mis ansias de libertad, mis deseos infantiles de abandonar la aldea en busca de nuevos horizontes, con la vital esperanza del personaje de escapar de aquella prisión en la que se encontraba encerrado.


 
     Marina malvivía trabajando de criada en la casa del cacique, aquel que conocíamos con el nombre de Manoel do Peixón, un hombre de apariencia huraña, taciturno y falto de amigos.

     Alternaba este trabajo de sirvienta con el aprovechamiento de una pequeña huerta, la recogida de algas en la bajamar y la venta de objetos diversos que nunca, hasta aquella noche de San Juan de verano, supimos de donde provenían.

     Marina vivía en una pequeña vivienda un poco alejada de la aldea, en el pequeño huerto de la parte delantera de la casa florecían todos los inviernos las camelias rojas y en primavera disimulaba la desconchada fachada de su casa con la exuberante vegetación de una enorme glicinia de flores lilas.

     Su humilde vivienda era la más florida de la aldea, su huerto era la prueba palpable de su enorme sensibilidad. Sacrificaba el escaso espacio que tenía para cultivar alimentos, dedicándolo a la jardinería para poder disfrutar de la belleza de las plantas ornamentales.

     Marina mantenía con mi abuela una relación fraternal, ambas pertenecían a una singular cofradía exclusiva de mujeres, que se reunían, casi a escondidas, en un antiguo taller de canteros todos los solsticios, en las noches de San Juan, el Bautista y el Evangelista, o como a ellas más  les gustaba denominar, San Juan de Verano y San Juan de Invierno.

     Nunca me habló mi abuela de lo que hacían en aquellas discretas reuniones ni tampoco me desveló nunca el nombre de ninguna de sus cofrades.

     En alguna ocasión fui a espiarlas escondido tras los tojos. Sólo pude ver que iban todas ellas vestidas de negro y encendían tres velas antes de comenzar a efectuar un extraño rito.

     Aquella noche solsticial de San Juan en que moría la primavera y renacía el verano, finalizaron la reunión de la hermandad después de la media noche. Era una noche bochornosa, el calor me impedía dormir y por el techo de mi habitación se oía un singular sonido sibilante que me asustaba. 

     Mi abuela solía comentar que ese sonido lo producían unos duendes traviesos, a los que ella denominaba trasnos, y que, según me manifestaba, eran pequeños duendecillos a los que les encantaba asustar a los niños curiosos.

     Yo, para entonces, ya hacía tiempo que había descubierto de dónde procedía ese singular ruido y sabía a ciencia cierta que lo producían los ratones al deslizarse a  lo largo del sobrado.

     Cómo estaba intranquilo por la tardanza de mi abuela, dejé abierta de par en par la ventana de mi habitación para poder oírla cuando se acercara caminando por el sendero.

     Aquella noche Marina acompañó a mi abuela hasta la puerta de nuestra casa, venían caminando despacio, hablando en voz baja, casi entre susurros.

     Nuestro perro vigilaba en la noche y al sentirlas acercarse ladró de alegría. Yo sin encender el candil de mi habitación me levanté con sigilo y me acerqué a la ventana.

     No quería que mi abuela supiese que me daba miedo quedarme solo en casa por la noche. 

     Marina estaba contando a mi abuela una historia terrible. Con toda clase de detalles le narraba cómo algunos vecinos de la aldea se dedicaban a la piratería, hundiendo barcos para robar su cargamento y otros objetos de valor, asesinando, en ocasiones, a sus tripulantes.



 
     Marina le confesó a mi abuela que aquellos objetos extraños que ella vendía, procedían de esos barcos hundidos. Ella conocía cuándo actuaban los piratas y en los días posteriores acudía a la playa para recoger con discreción, sin que nadie se enterara, los objetos que la marea varaba en los arenales y las rocas.


     Mi abuela escuchaba en sepulcral silencio todo cuanto Marina le narraba, sólo de vez en cuando cogía sus manos y cerrando los ojos hacía un gesto afirmativo con su cabeza.


     Según le confesaba Marina, hacía ya mucho tiempo, una tarde después de hacer la colada en el lavadero del río, al retornar a casa de Don Manoel do Peixón, subió directamente al fallado a planchar la ropa, sin percatarse que Don Manoel aquella tarde tenía visita.


     Mientras planchaba en silencio, oía imperceptibles las lejanas voces que provenían del salón, sin entender nada de lo que hablaban. Sólo cuando los visitantes salieron de la habitación y se despedían en el descansillo de la escalera, Marina pudo oír con nitidez, como entre susurros se citaban con Don Manoel para verse a media noche en el camino del cabo.


     Quedó extrañada Marina de que un hombre tan huraño y solitario como Don Manoel tuviera una cita tan sorprendente.


     La curiosidad la empujó a acudir aquella noche al camino del cabo, se escondió entre la vegetación y esperó pacientemente a que Don Manoel y sus desconocidos acompañantes acudieran a la cita.

     Era una noche oscura y brumosa, el cielo nublado y sin luna teñía de negro el ambiente, el silencio plomizo era roto sólo por el sonido del vuelo breve de algún mochuelo. Marina invadida de terror estuvo a punto de dejar la espera y volverse a casa antes de que por el lugar apareciera Don Manoel.

     Sobre la media noche, amparados en la oscuridad, acudieron a la cita tres hombres que conducían una yunta de bueyes, por la mar, al abrigo de una cala, otro grupo de hombres les esperaban con dos gamelas, en silencio se hicieron señales con los candiles.


    Marina, según le contaba a mi abuela, no entendía nada de lo que allí sucedía.

     Esperaron los hombres agazapados en la oscuridad durante algún tiempo, fumando cigarrillos y charlando.

     Habrían transcurrido más de dos horas de espera cuando avistaron las tenues luces de un barco que navegaba próximo a la costa. Por la escasa iluminación que portaba el barco se podía apreciar que era un pequeño costero. 

     Con silbidos avisaron a los hombres de la playa para que botaran las gamelas al agua. Los tres que estaban en tierra, colocaron dos pequeños faroles encendidos colgando de las astas de los bueyes y comenzaron a deambular con los animales por el sendero del cabo. Un sendero que discurre por encima de un enorme acantilado. Trataban que el mecimiento de los faroles al compás del caminar de los bueyes, asemejara la cadencia de las luces de un buque navegando.

     Abajo la mar rompía una y otra vez con fuerza contra las rocas.

     El costero ajeno a cuanto ocurría en tierra, creyendo que las luces que veía pertenecían a algún otro barco que navegaba más a tierra, se acercaba temerariamente hacia la costa.

     Marina confesó a mi abuela que, en aquellos momentos, quiso gritar para avisar a los marinos del pequeño barco costero que iban a estrellarse contra los bajos. No pudo, el terror la enmudeció. Al poco tiempo un fuerte estruendo anunció lo esperado, el costero encalló contra los escollos. Se organizó un gran barullo abordo. Se oían en la oscuridad de la noche los gritos aterrorizados de los marineros naufragados. Las gamelas con las luces apagadas se dirigían hacia el lugar del naufragio. Marina presa del horror no pudo resistir más aquella situación y huyó despavorida hacia su casa.

     Aquella noche trágica comprendió de dónde le provenía la riqueza a Don Manoel.

     De aquel naufragio nunca se supo nada, en la aldea nadie habló de ello y Marina presa del temor, jamás había contado a nadie lo que vio.





     Esta noche de San Juan de verano lo contaba por primera vez a mi abuela y le rogaba una y otra vez que lo guardara en secreto por fidelidad al juramento que ambas habían hecho en la hermandad.


     A la mañana siguiente del naufragio Marina fue a una playa cercana al cabo, haciendo como que iba a recoger leña, maderas que las mareas varan en las playas, pero la verdadera finalidad que la empujó hasta aquella playa solitaria, era comprobar qué había ocurrido con el pequeño barco hundido.


     Desde la playa se divisaba la zona de los bajos donde el barco había encallado, sin embargo ya sólo quedaba pequeños restos del barco flotando entre las olas, supuso que la mar encrespada se habría encargado de destrozar el pequeño buque.


     Caminó entre las rocas de la orilla tratando de encontrar a algún náufrago pero sólo encontró restos de la nave y algunos objetos que guardó en su fardel.


     De camino hacia su casa observó que cerca del cabo la tierra había sido removida. Sospechó que allí habrían enterrado a los marineros sin que nadie se enterara, Marina no tuvo el valor necesario para cavar en la tierra y confirmar sus sospechas.




     Durante días continuó yendo cada madrugada a la playa, recogió cantidad de carbón que provenía del barco y que luego vendió a sus vecinas. Encontró de aquel primer hundimiento varios libros que secó al calor del hogar y que aún guardaba en su casa, algunas de ropas de hombre, unas botas altas de goma y mucha fruta de la transportaba como carga el barco, sobre todo plátanos y tomates que fue vendiendo por las ferias de los pueblos de los alrededores.


     Desde entonces Marina espía a Don Manoel y sabe que cuando sus desconocidos amigos vienen a visitarlo, saldrán escondidos bajo las sombras de la noche a piratear, intentando hacer naufragar alguna nave, engañando a algún desgraciado patrón que por prudencia se arrime demasiado a la costa, al avistar lo que él piensa que es otra embarcación que navega más al abrigo de la orilla.

     Ella no ha vuelto a acudir al faro por la noche, sabe que si la descubrieran la asesinarían. Ahora ella espera carcomida por los nervios a que discurran unos pocos días desde el hundimiento para ir a las ensenadas del cabo en busca de los restos del naufragio.

     Según le confió a mi abuela, en alguna ocasión había recogido en la playa los cuerpos sin vida de algunos marineros. En secreto los enterraba, rezando una oración por su alma.

     También le confesó que colocó hace años una gran cruz entre las rocas, mirando al mar, en recuerdo de aquellos desconocidos hombres del naufragio que contempló aquella primera noche negra y con cuyos despavoridos gritos de terror, aún se sigue estremeciendo cada noche, cuando se despierta con la misma pesadilla.

     Marina lloraba desconsolada mientras se confesaba ante mi abuela, entre lágrimas se justificaba diciendo que por amor a sus hijos nunca había denunciado lo que vio.
     Se interrogaba preguntándose una y otra vez, si el Gran Arquitecto del Universo la perdonase en la otra vida o se vería condenada a ser un alma errante purgando sus pecados durante toda la eternidad.


     Mi abuela la asía con fuerza por sus manos y de vez en cuando limpiaba sus lágrimas con un lienzo blanco.

     Recuerdo que aquella noche, asustado por lo que había oído, me acosté aferrándome con fuerza a la almohada. A la mañana siguiente cuando bajé a desayunarme, mi abuela, que ya se había levantado, me estaba esperando con un tazón de leche caliente. Me miró fijamente a los ojos y supe que ella ya sabía que yo había estado espiándolas la noche anterior y que me había enterado de todo lo que Marina le había confesado.

     Quise excusarme, pero en aquel momento, mi abuela me hizo un gesto colocando su dedo índice entre sus labios, ordenándome que guardara de por vida aquel secreto.

     Marina sigue viviendo en la aldea, sigue cuidando como una buena madre de sus dos hijos, sigue trabajando de criada en la casa del ruin Don Manoel, recoge algas en la bajamar, cuida su huerto y sigue vendiendo objetos raros que nadie sospecha de donde provienen. Cada invierno vuelven a florecer las camelias rojas en su huerto y en la primavera las glicinas lilas y yo fiel a la memoria de mi abuela Mama Sofía, sigo guardando aquel secreto.

     Y aquel secreto es este tan vergonzoso que aquí os cuento y que espero que no lo creáis, porque... es tan ignominioso! 

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XOAN ARCO DA VELLA

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