EL CONDE Y LA PEREGRINA
Leyenda del Camino
Él era un conde, joven y apuesto, alegre y mujeriego.
Un día se encontró en un camino con una
hermosa muchacha. Iba sola y caminaba muy despacio como si estuviera
cansada; parecía triste y pensativa.
El conde Munio púsose a su lado e
intentó hablarle; pero la doncella, sin duda joven virtuosa, no le
contestó ni bien ni mal, pues nada le dijo. El conde no se desanimó por
eso y siguió a su lado diciéndole que, pues llevaban el mismo camino,
tendría una gran satisfacción en acompañarla, no fuera a suceder que
yendo, como iba, sola, pudiera encontrarse algún desalmado que
pretendiese ofenderla o hacerle daño; y así, él se encargaría de
ampararla y defenderla.
La joven le agradeció entonces tan
estimable ayuda, que no le pareció cosa que debiera desechar, y fueron
siguiendo juntos el camino.
Poco después el camino real atravesaba
un bosque.
El lugar solitario, la hermosura de la mujer y los deseos del
conde hicieron que éste cometiera con la indefensa joven un hecho vil, y
la violencia se consumó.
La pobre doncella gritó en balde pidiendo socorro; nadie oyó sus doloridos lamentos.
El conde Munio reíase de la infeliz y le decía:
—Calla, mujer, que la cosa no es para
tanto sollozar.
En cuanto llegue a mi castillo, te enviaré uno de mis
criados para que te consuele, y aún has de quedarme agradecida.
Y se fue apurando el paso, muy ufano.
Mas,
en esto apareció un viejo soldado de largas barbas blancas, que, a
juzgar por la concha de venera que llevaba en el frente de su sombrero,
así como por las otras que mostraba su esclavina, bien claramente se
veía que venía también de vuelta de una peregrinación a Compostela,
siguiendo el camino que había recorrido la desdichada joven. El soldado
se apoyaba en su larga y fuerte espada como en un cayado; y acercándose a
la romera, le preguntó el por qué de sus tristes lamentos y sollozos.
La joven le contó entonces cuál era su
desgracia y cómo ésta le había sucedido cuando volvía de Santiago, a
donde había ido a fin de orar arrodillada ante la tumba del Apóstol para
rogarle protección en su soledad y desamparo, puesto que había perdido a
sus padres.
El viejo soldado, con cariñosas
palabras, fue calmando su congoja y enjugando sus lágrimas y le dijo que
iba a llevarla consigo a presencia del rey para ver de remediar su mal.
Y fueron los dos caminando hasta el palacio real.
—Yo te requiero, buen rey, por el
apóstol Santiago, que hagas justicia a esta su romera. El rey mandó
llevar ante sí al conde Munio y le dijo:
—Por ley divina teneis la obligación de
casaros con esta joven a la que habéis ultrajado. Por ley humana debeis
ser degollado si así no lo cumplís. No hay hidalguías cuando se falta a
Dios y a la honra de una doncella.
—Venga, el verdugo —respondió el conde—. Mejor quiero morir mil veces que seguir viviendo en verguenza.
—Sea —dijo el rey. Pero el soldado añadió:
—Buen rey, haceis mala justicia, no
juzgasteis bien el hecho, puede que la honra se lave con sangre, pero no
se lava el pecado. Primero, el conde ha de casar con la joven y luego
debe ser degollado.
Al hablar así, dejó el soldado su
espada, se despojó de su vestidura de romero y apareció con el traje de
un santo obispo. El conde, arrepentido, se arrodilló a sus pies.
Entonces el obispo tomó la mano de la romera y la del conde y allí mismo
los declaró casados.
Mas, el conde, pedía la muerte para no
verse deshonrado. El obispo lo absolvió de su pecado; aun no bien
acabara de pronunciar las últimas palabras, cayó el conde Munio muerto a
sus pies, librándose así de ser ajusticiado. Y dicen las crónicas que
aquel santo obispo era el mismo Santiago en persona, que había acudido
en socorro de su romera.
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XOAN ARCO DA VELLA
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