ELDERFREDA
Leyenda
La
reina Eldefreda paseábase por el jardín con sus damas. La reina está
triste y pálida y solicita que la dejen sola; después rompe a llorar.
El príncipe Remismario, que desde lejos adivina la tristeza de la reina, aproxímase a ella y le pregunta:
—¿Qué tenéis, señora? ¿Qué os sucede,
pues hace tiempo que la tristeza nubla vuestro semblante? Si alguien os
enoja, decidlo y presto correré para vengaros. Vos sois como una diosa
en el palacio de mi padre y tenéis rayos de sol trenzados en vuestra
cabellera. Comunicadme vuestras penas y, a costa de mi vida, si fuere
necesario, las remediaré.
—¿Qué tengo, dices, Remismario? —repuso
la reina Eldefreda con encantadora y dolorida expresión—. Que la corona
real me pesa; quisiera mejor ser una esclava; pues entonces sería libre
mi corazón para amar a quien yo quisiera. Siendo esclava sería dichosa, y
lloro siendo reina.
—¡Oh, señora, pero...! —exclamó
asombrado el joven príncipe. Y se calló; porque no sabía qué más pudiera
decir a la esposa de su padre.
—Amo a un hombre con locura —prosiguió
Eldefreda—, con una pasión tan profunda, que por un día de amor con él
diérale mi vida; pero él no ve en mi mirada el reflejo de estas llamas
de amor que me queman el pecho...
—Por Dios, señora, callaos. Que nadie
sepa que un hijo puede escuchar de los labios de su madrastra lo que vos
me decís: ¡que amáis con locura a otro hombre!
—En amor la pasión puede más que todos los razonamientos. ¿Tú no has amado nunca?
—Yo también, señora; quisiera mejor ser esclavo que hijo del rey.
—Tú no sabes, Remismario —dice con
pasión Eldefreda— los tesoros de cariño que se encierran en mi pecho;
pero, ya que me ofreces la vida para calmar mis penas ¡dame una hora de
amor y yo te daré la vida entera!
—¡Señora —exclamó el joven príncipe horrorizado—, sois la esposa de mi padre!... Huiré lejos de vos, a donde jamás os vea...
Y huye, en efecto, despavorido, el
infeliz joven. Dirígese al castillo en donde habita su madre, Gualmira,
que, al verle comprende que algo muy grave aconteció para turbar de tal
modo el espíritu de su hijo, habitualmente alegre y hablador.
—¿Qué tienes, hijo —le dice—, que te veo
sombrío y pensativo? —¡Oh madre mía! Tened compasión de mi. La reina,
mi madrastra, está ardiente de amor por mí… y yo estoy loco por ella…
tengo que huir lejos, a donde no pueda perseguirme con sus amantes
suspiros; con aquella su triste sonrisa, con la pasión que llamea en sus
ojos...
—No, no huyas. Guarda en el fondo del
pecho tu pasión para cambiarla por otro amor más puro. Entre las
doncellas del palacio real las hay lindas como soles y dignas de tu
amor. La reina Eldefreda te olvidará en seguida al comprender que sus
deseos por ti son pasajeros y malditos.
Tranquilizado su espíritu con las
palabras de su madre, Remismario vuelve al palacio de su padre. Se
sorprende al ver que las puertas se van cerrando tras él conforme va
pasando. No comprende lo que aquello puede significar. Llega hasta la
cámara del rey y la encuentra cerrada. No ve a nadie a quien poder
preguntar el por qué de todo aquello. Se dirige entonces a su aposento,
que halla abierto; pero, al penetrar en él, ciérranse las puertas. Queda
todo en tinieblas y, de pronto, se siente derribado sobre el suelo.
El rey envía a Eldefreda la cabeza de su
propio hijo para que su esposa vea cómo cumplió el castigo de quien,
olvidando que era la reina y esposa de su padre, tuvo la osadía de poner
en ella sus ávidos ojos.
Eldefreda contempla la cabeza, sonriendo con feroz alegría y murmurando; —¡Ya estoy vengada! ¡Ay de quien me desprecia!
Al día siguiente una dama enlutada llega
al palacio del rey. Va ronca de tanto como lloró, de tanto como ha
gemido; de lo mucho que ha sufrido, va enloquecida. Y grita sollozando:
—¿Dónde está la que fue causa de la
muerte de mi hijo? ¿Dónde está? iQue quiero arrancarle los ojos con que
lo miró! iQue quiero quitarle la lengua que le habló de amor para
arrastrarle al crimen!
Eldefreda palidece; muérdese los propios
labios con coraje; pero acógese medrosa tras del rey, que, mudo y
furioso, contempla a las dos mujeres.
—¿Qué es esto, Gualmira? —dice a su
repudiada primera mujer—. ¿Por qué profieres tales gritos? ¿Por qué te
diriges de tal modo a tu señora la reina Eldefreda?
—¡Porque esa mujer buscaba las caricias,
los amores de nuestro hijo, y como él no ha querido traicionar a su
padre, a ti te pidió su cabeza! Temblorosa, estremecida, Eldefreda
apártase del rey, sollozante. No podía saber ella que la madre de
Remismario conocía su secreto.
—¿No veis, señor, cómo no se atreve a
negarlo? ¿No veis cómo se cubre el rostro con las manos y no osa mirarme
frente a frente? ;Y vos, ciego y sordo para lo que a tu alrededor
acontecía, mandasteis matar a nuestro hijo porque no quiso ofenderos
entre los brazos que vuestra esposa, la reina, le ofrecía anhelante de
lujurioso deseo!
Cerca de Mondoñedo, en la Sierra
Faladora, dícese que todavía se oyen los sollozantes gritos de
Eldefreda, que pide con aullidos salvajes:
—¡Matadme! Por compasión, que ya es
tiempo de que muera para acabar este tormento que padezco en la cueva
donde me han aprisionado; matadme para no ver más la cabeza sangrante
que yo amé llena de vida y que aborrecí al ser por ella despreciada,
esta cabeza que me atormenta ahora... ¡Matadme, por compasión!
Esos gritos ponen espanto, y por no
oírlos, nadie pasa de noche por la Sierra Faladora. Según dicen,
Eldefreda, vive y vivirá en esa cueva eternamente porque su crimen es de
los que no tienen perdón… ¡por mucho que se pene!
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XOAN ARCO DA VELLA
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