EL CASTILLO DE FERREIRA DE PANTÓN
Leyenda
Pues bien; el castillo de Ferreira de Pantón, o de Masid, como ahora se llama, tiene su leyenda.
Los musulmanes, en una de las
incursiones en Galicia, se apoderaron de los castillos de Ferreira,
Monforte y otros de toda aquella comarca que no pudieron resistir el
empuje de las tropas mahometanas.
En el de Ferreira se instaló uno de los
grandes jefes del ejército invasor, y con él una hermosa mujer, esclava
de guerra y amada por el general.
En las obligadas ausencias del jefe
moro, la joven cristiana quedaba en el castillo guardada por un pequeño
destacamento de fieros guerreros, servida por varias mujeres y vigilada
por un esclavo etíope, llamado Muni, y un pavoroso grifo, bestia feroz
que tenía cuerpo de león, con alas, y cabeza, de águila gigante con un
grande y recio pico, capaz de arrancar el corazón a cualquiera de un
solo picotazo.
Algunos guerreros cristianos que
pudieron huir de la mortandad llevada a cabo por los invasores andaban
escondidos por los montes, esperando reunirse con los gallegos
combatientes, si por acaso éstos consiguieran alguna victoria que les
permitiese rechazar a los atacantes y reconquistar las tierras perdidas.
También esperaban poder agruparse ellos mismos, constituyendo un cuerpo
con fuerza bastante para ir recuperando los castillos de que se lea
había despojado.
En una de las ausencias de Al Malik, el
señor de la joven condesa doña Sancha, juzgando ésta que no había
peligro alguno que le impidiera realizar un pequeño paseo por los
alrededores del castillo, pidió la venia al alcaide para realizarlo; y
el moro, que tampoco recelaba nada malo, accedió, aun cuando recomendó a
la señora que fuese acompañada del etíope y cuatro moros de escolta.
Pero sucedió que al llegar a una
encrucijada del camino cerca de Acedre, el caballo que montaba doña
Sancha cobró miedo al ser atacado por unos perros y huyó en un galopar
desesperado que ni Muni, el etíope, ni los soldados de escolta pudieron
contener, ni siquiera seguir, sino a mucha distancia.
Doña Sancha veíase perdida: blanca como
la nieve, hacía esfuerzos inútiles para contener aquel loco galopar del
animal. Jadeaba sudorosa y se agarraba desesperadamente a la silla para
no caer. Hasta que al borde del camino apareció, surgiendo de una mata
de cítisos, la figura de un hombre, que, visto y no visto, de un certero
tiro de ballesta hirió un muslo del caballo. La flecha, al clavarse en
la pierna del corcel, le hizo relinchar de dolor e intentar
encabritarse, sin conseguir otra cosa que caer de lado en el suelo. Pero
el hombre que lanzara la saeta estaba ya junto al caballo al tiempo de
caer y recibió en sus fuertes y ágiles brazos a la joven doña Sancha. La
posó delicadamente en el suelo y le ofreció un sorbo de aguardiente
para que se repusiera del susto que había pasado y recobrara fuerzas.
Agradeció ella con un ademán y una dulce mirada la gentileza del desconocido.
—¿Quién sois, señora? —preguntó el hombre con interés.
—Soy Sancha de Dóneos, prisionera en el castillo de Ferreira de Pan ton. ¿Y vos?
—Gonzalo de Castriz; y si me lo permitís, intentaré libertaros algún día de la ultrajante esclavitud.
—-Arriesgaréis vuestra vida.
—Nosotros la arriesgamos siempre en nuestras luchas contra los invasores de nuestra tierra.
—-Gracias, Gonzalo; pero ahora huid; oigo ya el galopar de los caballos que me siguen y no tardarán en llegar.
—Bien. Adiós, doñaSancha.
—Adiós y buena suerte, Gonzalo.
Así despidiéronse los dos jóvenes; y,
tal como había dicho doña Sancha, los moros de su escolta aparecieron a
la vuelta del camino.
Tardaron en verse los dos amigos. No
obstante, doña Sancha, en las noches de luna que bañaba con sus reflejos
plateados la campiña circundante, sentábase en la terraza de la torre
y, pensando en el gentil Gonzalo, dejaba que el etíope le peinase los
dorados cabellos que se desbordaban sobre sus hombros, soñando una
ventura que deseaba ardientemente que llegara muy pronto.
Al fin se supo que, fracasada la
incursión morisca, las tropas mahometanas retrocedían y habían llegado a
Monforte, donde se resistían contra los ataques de los cristianos. Fue
entonces cuando Gonzalo de Castriz, reuniendo a sus compañeros que
andaban disgregados por los montes, resolvieron atacar por sorpresa el
castillo de Ferreira, que no tenía posibilidad de recibir refuerzos.
Y una noche rodearon la fortaleza y
valiéndose de cuerdas y escaleras asaltaron los muros, de suerte que
cuando los moros se dieron cuenta, ya los gallegos hacían en ellos gran
mortandad.
Gonzalo logró entrar en la torre donde
moraba doña Sancha; pero no dio con ella. Muni, el siervo etíope, para
mejor guardar a su ama, la obligó a subir a la terraza de la torre,
donde el terrible grifo impediría que nadie pudiese acercarse a ella.
Pero Muni no contaba con una cosa: con el amor y la osadía de Gonzalo,
que subió a la terraza de la torre y, enfrentándose al animal
monstruoso, entabló singular combate. Gonzalo llevaba puesta la armadura
completa, con casco y visera que le protegían el rostro, de forma que
el pico del águila no podía hacerle gran daño ni las garras podían
tampoco perforar la coraza, porque, al tropezar con el pulido hierro,
los zarpazos causábanle gran dolor al propio león. Y así, con un poco de
paciencia y habilidad, el joven guerrero consiguió primero romperle las
alas, luego su cabeza de águila, para, por fin, atravesarle el corazón.
Muni, cuando tal vio, despavorido, se tiró de la torre, quedando su cadáver sobre las losas del patio.
Así fue reconquistado el castillo de
Ferreira y recobró su libertad doña Sancha de Dóneos, que, después de
expulsador de Galicia los mahometanos, se casó con don Gonzalo de
Castriz.
MAPA
SÍGUENOS:
Facebook
Twitter
Pinterest
Google+
Instagram
YouTube
XOAN ARCO DA VELLA